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Espartanos: presos y enojadas encontraron la salida en el deporte y el trabajo

Texto de Nicolás Cassese

LA NACION

23 de diciembre de 2023

Un “cachivache”. Así se autopercibía Ezequiel Escudero hace siete navidades, en 2016. Y tenía razón: con 21 años, estaba tirado en la cárcel de Campana, refugiado en la leonera, un lugar de tránsito para los presos que aún no fueron ubicados en su pabellón. Intentaba recuperarse de las 45 puñaladas con las que lo habían recibido en el mismo penal tras resistirse a que le robaran las pocas pertenencias con las que llegó. Estefanía Arévalo también se sintió hundida en un pozo de angustia cuando tuvo que dejar de ver a su hija de 3 años para no exponerla a su dura cotidianeidad de presa. “Estar vivo en el infierno”, así describe Carlos Ponce su periplo por diferentes unidades penitenciarias de la provincia de Buenos Aires.

Ellos tres, como otros miles de presidiarios y expresidiarios, encontraron en el rugby un camino de redención entre la oscuridad que se vive en las cárceles. Su salvación vino de la mano de la Fundación Espartanos, que promueve la práctica del deporte dentro de los penales como mecanismo de reinserción social de los presos.

Eduardo “Coco” Oderigo, un abogado de 53 años, ocho hijos y un pasado como jugador de la primera del SIC, es el alma detrás de la fundación. La ambición del programa no se condice con lo humilde de sus inicios. En 2009, Coco visitó el complejo de máxima seguridad de San Martín y salió entristecido. Desde hacía 15 años trabajaba en un juzgado penal y estaba acostumbrado a las historias de presos, pero no a la desesperanza que vio en la cárcel.

“Me gustaría enseñarles a jugar al rugby a los presos”, le dijo al director del penal. No tenía mucho plan, apenas una intuición de que el deporte podía ayudarlos. Los resultados le demostraron que estaba en lo correcto. El programa hoy se replica en 57 unidades penales de 21 provincias de la Argentina y en 15 penales del exterior, ubicados en España, Chile, Uruguay, El Salvador, Perú y Kenia. Estiman que, a nivel nacional, participan más de 2600 jugadores entre cárceles federales y provinciales. El número que más enorgullece a Coco es el de reincidencia. La media del sistema penitenciario argentino es del 65 por ciento. La de los Espartanos, del 5 por ciento.

El trabajo de la fundación continúa cuando las personas abandonan la cárcel. Enfrentados a la dura realidad de buscar empleo luego de años en prisión, los exconvictos luchan contra su falta de rutinas laborales y los prejuicios de la sociedad. Para ayudarlos, los Espartanos ofrecen programas de capacitación y contactos con empresas dispuestas a dar una segunda oportunidad. Ezequiel, Estefanía y Carlos son tres de los 100 espartanos que consiguieron trabajo gracias a la fundación.

EZEQUIEL ESCUDERO

“El rugby cambió completamente
mi vida”

Luego de que en el hospital de Zárate le salvaran la vida tras recibir la navidad de 2016 con 45 puñaladas, Ezequiel Escudero volvió a la cárcel desnudo, convaleciente y hecho un paria. Uno a uno, los líderes de los diferentes pabellones -que en lenguaje tumbero se llaman limpiezas- lo fueron rechazando. No lo querían por conflictivo. Preso desde los 17 años y condenado por dos robos y un intento de homicidio, Ezequiel cargaba con un prontuario pesado, incluso para los estándares de la cárcel. Las autoridades del penal lo querían mandar con los evangélicos, pero él se resistía. Entre los “hermanitos”, como los llama, había demasiada bondad.
El limpieza del último de los pabellones se apiadó de él. Lo recibió y, de a poco, Ezequiel comenzó su resurrección. Como era peleador y le gustaba mantenerse en forma, fue retomando su rutina de ejercicios. Pronto notó que cuando terminaba su horario de entrenamiento, otros internos salían a jugar al rugby. No conocía el deporte, pero le gustó que hubiera choques y mucha disputa física. Sus primeras incursiones fueron fallidas, se peleaba y generaba problemas dentro de la cancha. Los entrenadores de los Legionarios, el equipo de rugby del penal de Campana que está asociado a la Fundación Espartanos, le fueron explicando el espíritu del deporte y domando su carácter. Hasta que Ezequiel entendió.
“El rugby cambió completamente mi vida”, dice hoy, con 28 años, dos hijos de 10 y 11 y un trabajo estable en el área de logística del Grupo Dass. Entre este presente de joven trabajador y aquel pasado de preso que encontró en el deporte un camino de salida a la ira acumulada durante años de encierro hubo otro momento definitorio: su salida en libertad.
Ezequiel dejó la cárcel el 1 de julio de 2021, con el total de los siete años de su condena cumplidos. “Nunca me dieron un beneficio y, pese a que había cambiado, entiendo que no me lo merecía”, explica. Lo primero que hizo una vez que salió fue ir a ver a su abuela Carmen, a la que adoraba, para mostrarle que era cierto lo que decían: se había recuperado y ya no era el chico malo que demostraba bravura juntándose con adultos que lo instaban a delinquir. Después, comenzó el desfile por la casa de sus padres, donde se había instalado, de familiares y amigos que también querían comprobar lo mismo. Concluidos los cinco días de festejos y reencuentros, Ezequiel comenzó la ardua tarea de buscar trabajo. Su currículum era escueto: algunas changas como delivery de adolescente y una espacio vacío entre los 17 y los 24, su tiempo preso. Pidió ayuda a los Espartanos, se capacitó en un programa de prácticas laborales para entender las nociones básicas de la cultura del trabajo, que desconocía, y entró al Grupo Dass. Hoy vive en San Fernando y sigue ligado al rugby. Juega de centro en el equipo de Espartanos en Libertad, que acaba de debutar en los torneos de la Unión Argentina de Rugby (UAR) con un segundo puesto en un torneo de equipos empresariales. “Ahora disfruto de mis hijos y disfruto del club, me encanta estar con los Espartanos”, indica.

ESTEFANÍA ARÉVALO

“El deporte era lo único que tenía para sacarme toda la ira”

Cuando la policía paró al colectivo en el que venía del pediatra con su hija de 3 años, Estefanía Arévalo entendió que era el fin. Desde hacía seis meses estaba prófuga y con pedido de captura por un robo que asegura que no cometió.

El padre de Francesca, su hija, había caído preso y la señaló a ella como coautora de un robo. Estefanía, que tenía 21 años y estaba en Mar del Plata cuando se enteró de que la policía la estaba buscando, volvió a Buenos Aires y primero se escondió en un hotel. Luego, en la quinta de un amigo, en Garín. Hacia allí volvía cuando cayó.

Durante tres meses y medio estuvo presa en una comisaría de Vicente López y su máxima preocupación era Francesca. Como el padre de la niña también estaba preso, tuvo que dejarla a cargo de su madre, que vivía lejos y apenas conocía a su nieta. Desconsolada, lloraba y se negaba a comer. Gracias a la ayuda de un amigo que le puso un abogado, Estefanía logró que un par de veces por semana la sacaran de la cárcel con la excusa de algún turno médico que aprovechaba para ver a su hija.

Pero luego llegó su traslado a la unidad 47, de San Martín. Ingresó al penal un día de lluvia y vio a un equipo de rugby femenino entrenando bajo el aguacero. “Eran una monas”, se ríe Estefanía. Pronto, sin embargo, ella era parte de ese grupo de mujeres detrás de una pelota ovalada. “Me aferré al deporte porque era lo único que tenía para sacarme toda la ira”, recuerda. Pronto se inauguró el pabellón de las Espartanas, y Estefanía, que jugaba de wing, encontró su espacio de pertenencia. Entrenaba tres veces por semana, pero no veía a su hija. Francesca seguía al cuidado de su madre, que no podía llevarla hasta el penal. Además, Estefanía no quería que su hija la viera en esas condiciones. Sabía que ambas terminarían llorando. Ella ni siquiera pedía fotos, solo se comunicaba con su hermana para asegurarse de que estuviera bien. Era su manera de mantenerse fuerte.

Siguiendo la recomendación de su abogado, firmó una admisión de culpa y el 4 de julio de 2022, dos años después de que la apresaran, le concedieron el arresto domiciliario. Llegó a la casa de su madre sin avisarle a nadie y fue golpeando las diferentes puertas. “Era como la pensión del Chavo”, se ríe. Finalmente, se reencontró con su hija. “Estuve tres días mirándola, casi sin dormir. Y Francesca no me dejaba ni ir al baño”, se emociona.

A la alegría del reencuentro con su hija pronto le llegó la desesperación por no poder mantenerla. El arresto domiciliario la obligaba a estar ocho meses sin salir de la casa, lo cual le impedía trabajar. Carente de recursos, tomó un trabajo como cajera en un restaurante, hasta que un sábado a las 7 de la tarde le avisaron de su casa que la policía la estaba buscando. Llegó lo más rápido que pudo, explicó que tenía que darle de comer a su hija y el policía le advirtió que no volviera a escaparse.

Cumplida su condena, los Espartanos la ayudaron a conseguir empleo. Hoy trabaja en una estación de servicio de YPF y sigue jugando al rugby. “Me relaja mucho, me distrae, es como un escape”, dice. Su hija Francesca también juega.

CARLOS PONCE

“Yo era un preso malo”

Carlos Ponce tenía dos oficios. De día era ayudante de carnicero en el negocio de su padre. De noche, ladrón. A los 18 años, la segunda de sus ocupaciones lo llevó a la cárcel, condenado por robo calificado. “Yo era un preso malo”, rememora hoy, con 38 años. En muchos de los pabellones que le tocaron fue el referente de los internos -tenía “carnet de limpieza”, como se dice en la jerga- y se enfrentó a otros internos, o a las autoridades.

Sobre el final de su condena lo trasladaron a la cárcel de San Martín y la primera mañana escuchó gritos. Pensó que se estaban peleando, pero cuando se asomó vio a un grupo de presos revolcándose en el piso, disputando una extraña pelota ovalada. Era un entrenamiento de los Espartanos. Carlos nunca había jugado al rugby, pero averiguó entre conocidos que tenía en el penal -su cuñado, vecinos del barrio- y se sumó.

En una hoja le dibujaron las posiciones y, como era rápido, se ubicó de wing. El rugby, dice, le cambió la vida. “Me dejaba la mente en blanco, me sacaba de problemas”, recuerda. En los pabellones por los que había transitado eran habituales las noches sin dormir, con una mano en la faca, bajo la tensión de saber que en cualquier momento podían atacarlo. En el de los Espartanos, en cambio, vivía tranquilo. “Tomás tereré y andás de ojotas. Dejás tus zapatillas y al otro día siguen ahí”, se ríe.

El 18 de diciembre de 2015, ni un día antes del final de su condena, Carlos recuperó la libertad y comenzó a transitar un nuevo desafío: no volver a delinquir. Se pasó todo el verano en la casa y empezó a ponerse nervioso. Sus antecedentes le dificultaban las posibilidades de trabajo y tuvo miedo de volver a caer. “La delincuencia me abría dos caminos: volver a la cárcel o que me encontraran dos metros bajo tierra”, reflexiona.

“Quiero trabajar, Coco”, le dijo en marzo de 2016 al fundador de los Espartanos. Gracias a las gestiones de la fundación consiguió empleo en una fábrica y, al tiempo, su actual ocupación en el Banco Macro. “Ser un trabajador -dice Carlos- es algo nuevo para mí. Siempre estuve rodeado de delincuentes y ahora me llena el corazón que mis compañeros del banco me inviten a sus casas.”

CÓMO AYUDAR

Cualquiera puede sumarse como voluntario a los Espartanos participando en los entrenamientos, enseñando los valores del deporte, preparando físicamente y organizando encuentros deportivos. También pueden brindar una segunda oportunidad a través del programa de prácticas laborales Entretiempo, o contratando a un espartano/a. Para más información, escribir a info@fundacionespartanos.org o ingresar a www.fundacionespartanos.org.

 

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